De niño solía tener algunas manías que parecían tontas: caminaba por el estrecho cordón que separa las calles de los andenes; prestaba mi dedo como baqueta para tocar las barras de las rejas de las casas como si fueran un metalófono; evitaba pisar las lineas que separan el concreto de los andenes, saltaba los bolardos. Finalmente, pateaba piedras o botellas que encontraba en el camino hasta que fueran tan lejos o desviados que mi pereza evitara ir tras ellos aunque los extrañara el resto del camino. De hecho, llevaba muchas piedras hasta el frente de mi casa solo para tenerlas que barrer al día siguiente.
Con los años fui creciendo y esas manías se fueron perdiendo. Más por la presión social de dejar de comportarme como niño, que por voluntad propia. Atraía muchas miradas burlescas cuando iba saltando bolardos o cuando me creía equilibrista; empecé a evitar ensuciar mis manos con las rejas. Y finalmente, empecé a preocuparme por las piedras que podrían dañar los zapatos que ya debía comprar con mi dinero.
Luego que dejé de crecer, empecé a sumar unos cuantos años que me trajeron la inesperada capacidad de pensar en cosas sin sentido y crearme escenarios mágicos o filosóficos. En alguno de esos momentos abrí la puerta de uno de los cajones de las hipótesis y fue cuando pensé que aquellas manías que tenía de niño habían sido cuidadosamente infundidas por el Comité de Hábitos Inculcados en las Mentes de los Burdos para Ordenarlos Socialmente. Me reservo el derecho de evitar mencionar sus siglas.
En esta hipótesis, el Comité crearía un escenario perfectamente maquillado y equilibrado entre ciudades en desarrollo mezcladas con la incultura a la que estamos condenados. Este escenario favorece la imaginación del niño por medio del juego, estimulándolo con acciones que pasan desapercibidas y que lo preparan para una adultez aderezada con exceso de romero y vinagre que nos hace buscar con desespero un analgésico para la amargura y la acidez estomacal.
Por ejemplo, saltar los bolardos nos iba preparando para evadir los obstáculos de la vida, aunque algunos encuentren reposo en aquellos sitios llenos de orina de bípedos ─o cuadrúpedos, si se toma el ejemplo de forma literal─.
Sin duda alguna, lo que más me hizo meditar fue esa manía rara de patear piedras. Una manía entretenida, que me hacía llevarlas hasta mi casa para luego tener que sacarlas. Sin ninguna preocupación más que la de otras miradas, iba a ciegas por el camino sin siquiera detenerme a mirar a ambos lados de la calle. Y cuando una de esas piedras perdía el rumbo, continuaba mi camino con nostalgia, recordando y extrañando algo que lo único que hacía era dañar aquello que me podía llevar más lejos y cómodo en el camino.
Poco a poco fui comprendiendo que se me orientó a aprender a soltar, dejar de llevar a casa aquello que no sirve y dejar de perder mi tiempo en algo que no me aporta mientras recorro el camino. Ahora camino sin tambalear, evitando bolardos y sin cargar con piedras que encuentro en el camino.
2 Comments
Excelente, me hizo recordar mi niñez y también mi adolescencia porque siendo un joven de 14 o 15 años aún tenía esas manías jaja
Uff excelente 👌
Me identifique mucho con tu narrativa 😊
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