A sus cortos 13 años, el joven Brandon empezaba a descubrir dos de los placeres que lo iban a acompañar por el resto de su vida: la eyaculación y el pensamiento crítico. Empezaba a dar tintes de una dudosa madurez: bien hablado y lógico; acompañado de un contrastante comportamiento infantil. Sobre todo cuando comía o se vestía. Aún le gustaba usar pantalones resortados y tenía mucha dificultad atándose correctamente los cordones, además del hecho de que combinaba de forma terrible sus camisetas y camisas desabotonadas que le gustaba usar al mismo tiempo. Parecía tener una razón para todo, decía que era para que no le diera frío en las manos ni calor en el pecho. Nunca nadie le dijo que podía usar solo la camisa, aunque seguramente no tendría sentido discutir con él.

Fingía hacer tareas en la mañana cuando su tío y su abuela se iban juntos al grupo de la tercera edad. Consideraba a su tío un estorbo en la casa. El inútil tenía un poco más de 40 años y gracias a su calvicie y a su cara de fracasado, parecía mayor. Eso y su inverosímil dolor de espalda le daba una excusa para no hacer nada más que avalar todo lo que decía su madre. Siguiéndole la corriente en todo, creía que le iba a quitar el desconsuelo de haber perdido a su hermano, el padre de Brandon. Así podría estar lo más cerca de la penosa pensión que recibe su sobrino y su madre. Sabe que en una década, o dos a más tardar, se le acabará su teta legal y tendrá que apostar todo para que su sobrino tenga compasión y lo siga manteniendo.

Para lo único que su tío le servía era para proveerlo de revistas pornográficas de «baja calidad». Desde que descubrió su escondite secreto en el cajón de la ropa interior, un día que su abuela lo obligó a ayudar a organizar la ropa, no dejó de visitar ese asqueroso lugar abarrotado de pañuelos, medias y calzoncillos deshilachados y manchados en la parte de atrás. Sin embargo, decía que «necesitaba estímulos» para sus mañanas onanísticas antes de que regresaran los adultos «responsables» (sobre todo su tío).

Después del acto se dedicaba a pensar. Pensaba mucho. La combinación del placer físico de un orgasmo minúsculo que le relajaba las piernas y la incipiente depresión que envolvía su mente dejándola en un aparente estado en blanco, lo forzaba a intentar pensar lo más que pudiera para volver en sí. Se preguntaba por qué se le relajaban tanto las piernas. Luego pensaba por qué tenía piernas y no patas. Una vez su abuela lo reprendió porque le dijo a su tío que alzara las patas para trapear debajo de la mecedora donde tranquilamente leía un periódico, las alzó y ni cuenta se dio que su sobrino lo trató de animal. También mereció un regaño de la abuela por vivir elevado. Brandon pensaba que la única diferencia entre las piernas y las patas es de tan solo una terminología jerárquica que separaba a los humanos de los animales por tan solo un escalón en la pirámide evolutiva donde se auto-eligió como el único capaz de sentarse en el soberano filo del pináculo. El único que parecía compartir este pensamiento era su profesor de biología, aquel que no parecía muy contento de recibir la señal de la Santa Cruz en su frente y el único que disimulaba para no comulgar. Al menos parecía tener un genuino respeto por las figuras religiosas.

Repetía esta rutina casi todas las mañanas, menos los miércoles. Lo fastidiaba porque era uno de los días en que su abuela y su tío permanecían más tiempo reunidos con el resto de los ancianos mientras jugaban bingo y podría tener más tiempo para él, pero no lo hacía. Tenía sus reglas. Decía que no se iba a masturbar más de una vez al día. Lo hacía más que todo para que no le quedaran las piernas temblorosas ni se agitara mucho cuando lo enviaban a la tienda. Pensaba que de sus amigos eran estúpidos porque creían que si lo hacían mucho le iban a crecer pelos en la palma de las manos; aunque sí temía que le empezara a salir acné de forma indiscriminada. Un barro una que otra vez lo podría pasar por alto. Los miércoles en la última hora de clase veía geometría y su maestra era una cuarentona que hacía todo lo posible por detener su envejecimiento. Se podría decir que habría logrado su objetivo si se le comparaba con su tío. No es que su debilidad fueran las matemáticas o alguna de sus ramas, su debilidad era esa profesora, la profesora Magali. No podía dejar de ver en ella las formas geométricas que tanto predicaba. Triángulos equiláteros perfectos en sus caderas; cilindros, conos; analizaba sus ángulos en todos los grados que le fuera posible, había memorizado a la perfección aquellos que se definían como «el cociente entre la longitud del cateto opuesto al ángulo α y la longitud de la hipotenusa». La deseaba. Además, era una de las pocas personas que no podía discutirle nada, tanto por su perfección matemática como corpórea.

Las noches de los miércoles eran especiales. Su tío se apoderaba de la televisión para ver la liga de fútbol y su abuela iba donde la vecina a ver su novela porque «le habían quitado el televisor». Noche tranquila, sin nadie que interrumpiera sus «deberes». Decía que esos días no necesitaba revistas viejas y monótonas si tenía la imagen fresca de Magali. Luego de eso dormía profundamente, con sus piernas estiradas y la espalda encorvada del placer. Ni siquiera soñaba esas noches y al día siguiente su ánimo era luminoso.

Brandon creció haciendo lo que mejor sabía hacer. Entre fantasías y racionamiento decidió abrirse paso por el camino de la docencia. Nunca olvidó a su musa que lo hizo amar entrar a clase. Ahora se abre paso entre los jóvenes que, entre risas maliciosas, se alegran cuando entra sonriente su maestro los jueves en la mañana.

Add Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *