Estaba sentado en mi silla observando la nada. Ninguna idea se me venía a la mente y de todos los objetos que mi vista alcanzaba, ninguno la penetraba. Espabilé y me di cuenta que mi mirada se cruzaba con el anaquel de la pared al lado de la puerta, aquella que no recibe el sol en las tardes.

Fue cuando me fijé en un libro viejo con su portada toda maltrecha. Una mente desocupada puede traer pensamientos inútiles que te pesan todo el día. Pensé en mi avanzada edad y en aquel libro. Me comparé. Me comparé injustamente. ¿Cómo un viejo solitario podría parecerse al libro? Y entre la duda encontré similitud. Corrí hacia el baño a mirarme en un espejo redondo que no me muestra más que el rostro. Y ahí lo confirmé. Con tristeza vi un rostro maltrecho, lo toqué y mis dedos resbalaban en unas finas y suaves arrugas apoderadas de él. No quise ver más allá del espejo, no quise cambiar de ángulo. Mi rostro estaba lo suficientemente maltrecho para sentir desgracia. Desgracia merecida.

Y luego pensé más. Pensé en el pobre libro abandonado en la casa de un hombre más solitario que él. Al menos aquel libro estaba rodeado de otros. Inertes, pero no solos. ¿Qué tanto debe ser maltratado un libro para verse así? Pobre libro y pobre de mí que tanto nos han ultrajado para tener tan maltrechas nuestras portadas.

Aún así, sentí envidia de aquel libro. Algún día puede venir alguien más y cambiar su portada para no estar tan maltrecha. O mejor aún, podrá enamorarse de ella y acariciarla. Abrirla y ensalivar sus dedos para hojear sus amarillentas páginas que luchan por sostener las pálidas letras que se niegan a desaparecer ante la inclemencia del tiempo, del polvo, el sol y el maltrato. Como si la mirada matara, dice el refrán, sus letras se van muriendo. Quizás estoy muriendo por lo mismo. Quizás estoy tan maltrecho por todas las miradas que recibí, por esas caricias igualmente ensalivadas que mi rostro y mi cuerpo recibió.

Pero mi cuerpo es solo una portada. Mis letras, ¿cuáles son mis letras? ¿Qué podrá leer alguien en mí? Ya no me queda paciencia ni virtud para que alguien anhele leerme. Ni falta que me hace. Ni siquiera mi historia se aferra a la vida. Algunas páginas de mi vida ni siquiera están en mí, las he arrancado y olvidado. Otras me fueron robadas. Capítulos enteros de mi vida que yacen en el cajón de alguien que los escribió solo como una diminuta historia y luego olvidó. Mis páginas. Oh, mis páginas. Como me duele leerlas. Encontrar en sus letras la vida de alguien que parece feliz y que ahora se ve condenado a morir en el olvido, sin nadie que lo lea, sin nadie que quiera guardarlo en un anaquel aunque sea como adorno.

La desgracia que me ha causado este libro, no la pasaré por alto. Lo quemaré por haberme recordado lo miserable que soy. Lo quemaré ahora, lo quemaré todo. Quemaré los demás libros y todo lo que hay en esta casa. De todas formas, ¿qué diferencia hay entre un viejo como yo y un libro en un estante? Hoy, ambos moriremos, uno por el fuego y el otro por olvido.

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