Este fin de semana, lo cual se suponía debía ser un espacio de descanso y reflexión, se convirtió en un espacio de trabajo y cansancio. Aunque no fui el único.
En la lejanía de la ciudad hay un mundo aparte, tradiciones celebradas de otra forma por la necesidad. Y eso me lo recordó muy bien el sonido del motor de una guadaña que por horas zumbaba en mis oídos dándole melodía al ritmo de un martillo en una caseta en construcción a unos cuantos metros. Es que en el campo no se descansa ni siquiera un sábado o domingo santo.
Cuando las frutas deben ser cosechadas, las guaduas taladas, las gallinas alimentadas; debe hacerse de forma inmediata, sin espera. La lluvia no espera a que tu techo esté listo, ni tu estómago a que la cocina esté instalada. Los sacos de café seco no esperan a que las trochas estén pavimentadas o que las placa huellas improvisadas te brinden una mejor salida.
Este no es un artículo de quejas, ni más faltaba, quiero escribir en mi bitácora sobre una experiencia que me llenó este fin de semana, incluso estando alejado de mi familia. Aunque no puedo pasar por alto que tuve la grata compañía de un amigo. Mi esposa me había advertido que el sábado había un evento astronómico conocido como la luna rosa. Y yo, como un hombre común y corriente, lo olvidé. Claro que la lluvia me ayudó a borrar el recordatorio, ocultando del cielo cualquier cuerpo celeste que pudiera existir. Una carpa y una linterna me acompañaba por un camino lodoso hacia la cocina más cercana del campamento que había montado, para comer un poco de costillas de cerdo, plátano frito y café.
De regreso en la carpa, preparándonos para dormir, una luz fue apareciendo justo al frente de las paredes de esterilla, filtrándose dentro de la cabaña e incluso iluminando el techo de zinc que aún sonaba con las goteras que escurrían de los yarumos de un bosque que queda justo atrás de la «choza del indio», como la bautizó mi padre. (La carpa estaba dentro de la choza para protegernos de los mosquitos).
Sin pena confesaré que me alcancé a asustar, pensé que alguien estaba alumbrando hacia la choza… porque mucho alumbrado público no es que haya en el campo. Venciendo el miedo me atreví a salir de la carpa, un poco enceguecido por la luz que atravesaba las paredes alcancé a ver las plantas, la madera y hasta el cielo a través de la hendidura de la puerta. Al salir no podía creer tanta belleza al observar el faro de luz más grande del mundo: la luna.
Lastimosamente no teníamos una cámara con mejor resolución para tomar una foto directa de la luna, pero nos conformamos con ser testigos de cuando la noche se volvió día.
Esa noche conversamos sobre libros, acontecimientos históricos, leyendas, incluso sobre las historias que la abuela de mi amigo Christian le contaba. Nos reímos mucho con la historia de la fumona, quizás luego les cuento la historia. A la mañana siguiente una niebla monumental cobijó toda la zona, solo para darle paso a un sol fuerte que nos trajo la dicha de observar a algunos alados muy cerca a nosotros.
Después de un clásico desayuno con chocolate y huevos pericos, tuve algo de lástima por mi segundo invitado quien no quiso pasar la noche fuera de la bulliciosa y enceguecida ciudad, porque en la selva de cemento escuchas muchas cosas pero no ves nada más allá de las cuatro paredes más cercanas.
Finalmente, me quedo con la tranquilidad, el arrullo que me dan la lluvia, los saltamontes y las ranas. Me quedo con la luz de la noche adornada de una luna de cualquier tamaño y color, acompañada siempre de estrellas y astros. Me quedo con la niebla y el viento fresco, con el suspiro de la montaña. Me quedo con la amabilidad de un campesino, el aroma del café que te empaña la cara cuando resoplas antes de beberlo y la tranquilidad que te mal acostumbra antes de volver a la pesadez de la ciudad. Incluso cuando se debe trabajar duro y tu cara de cansancio contrasta con la paz que esto te da.
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