Increíbles seres son los gatos. Resulta que recién nacida mi hija, era muy sensible a los sonidos fuertes y despertaba con mucha facilidad. Llegada la noche entraba mi paranoia y sobre-protección en juego para evitar cualquier sonido que la pudiera despertar. Mal trabajo hice.

Lo que pasa es que tengo dos gatos muy mansos y medianamente obedientes. Sin embargo tienen una característica muy incómoda: son muy hambrientos. Y no es que los mate de hambre, solo que comen y comen hasta vomitar, por eso debo controlar sus raciones diarias. Ahí es donde empieza mi batalla diaria, pues cuando el sol empieza a ocultarse detrás de unas altísimas montañas llamadas Farallones de Cali, mis gatos empiezan a pedir comida. Como suplicando que no me olvide de darles su controlada ración de la noche. Yo los ignoro porque empiezan a suplicar desde muy temprano y si les hago caso de inmediato, al otro día me harían levantar aún más temprano y el ciclo de pedigüeñería se podría desequilibrar.

Lenon en un día de trabajo

Naturalmente, los gatos maúllan al pedir. El problema se empieza a profundizar cuando una cacatúa que nos acompaña desde hace varios años, empieza a pedir comida para ellos. No soporta verlos sufrir por comida. Y es que se meten en el papel de pobres gatos hambrientos y muertos de hambre. Como si estuvieran desnutridos. Lo que no es natural es que las cacatúas intenten maullar y, en contra de su naturaleza -al querer maullar- y por voluntad propia, empieza a silbar lo más duro que pueda. Ella no es capaz de silbar despacio o medio duro, tiene que ser con toda la fuerza de sus pequeños pulmones que, de alguna manera, son más fuertes que incluso los míos.

Por supuesto, su silbido es tan fuerte que siempre despierta a mi hija y todos los que somos padres sabemos lo importante que es mantener el sueño por largos periodos de tiempo para los bebés, y no es nada más que los padres puedan descansar.

Mi brillante idea consistió en empezar a chistar a los pobres gatos cuando empezaran a hacer el mínimo maúllo, como si fueran perros. Al principio funcionó perfecto: tan mansas criaturas se echaban al piso con las orejas recogidas hacia atrás y los ojos cerrados, como si esperaran un golpe en la cabeza, lo cual no sucedía, por supuesto. El silencio se desencadenaba por todas las criaturas de la casa y la cacatúa no silbaba. Yo chistaba, ellos callaban y luego comían.

Con el tiempo, yo mismo les creé el hábito de saber que chistar significaba que era la hora de comer. Lo cual es lógico que al saber que la comida estaba próxima a caer en sus pequeñas bandejas plateadas, empezaban a maullar de regocijo y, su fiel compañera de maúllo-silbido, se les unía en canto.

Perdí, una batalla más que se pierden contra los gatos. Registro mi derrota con la alegría de saber que mis hambrientos gatos no son simples seres de adorno sino unas estupendas criaturas con personalidad y hábitos.

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